domingo, 15 de junio de 2014

La banalidad del mal



Adolf Eichman  era un teniente coronel de las SS, organizador de las deportaciones de judíos a los campos de concentración. Fue condenado a muerte en Israel tras un juicio televisado en directo. Lo más llamativo de este individuo era precisamente que no había nada llamativo: se trataba de un hombre vulgar, contrariamente a lo que podría esperarse, un monstruo inhumano, Eichaman podía haber pasado, por su apariencia, por ser cualquiera de nosotros. Hanna Arendt decía que era, precisamente esa vulgaridad, la que lo convertía en alguien terrorífico..

En el juicio adujo que se limitaba a cumplir órdenes. Esa fue su principal línea de defensa. Arendt, que estuvo presente en la sala, utilizó la expresión "la banalidad del mal" para referirse a  cómo  un simple funcionario, una persona cualquiera, podía convertirse en un burócrata ajeno a las consecuencias de sus actos, más pendiente de su quehacer diario, de los detalles de su proceso cotidiano, que de las implicaciones que tenía su tarea.

Me he preguntado muchas veces cómo es posible que las personas que toman medidas tan duras que hacen que miles, millones de personas incluso, sufran un cambio radical y terrible en sus vidas, que se queden sin vivienda, que no puedan dar de comer a sus hijos, que pierdan el empleo y las esperanzas de volver a encontrarlo, que tengan que mendigar o buscar en la basura,..., cómo es posible, repito, que aduzcan, de alguna manera, lo mismo que Eichman: cumplo órdenes; no se puede hacer otra cosa.

Arendt estaba equivocada. No existe ese eximente, no existe esa banalidad que permite ser espectador, mero funcionario de otras instancias superiores, sin conciencia de las repercusiones. No existe esa enajenación si no es por la mera voluntad personal de que exista, si no es  por elegir mirar para otro lado, aún a sabiendas de lo que ocurre allí dónde sus ojos dejaron de mirar.

 Algún día, algún jurado tendrá que tenerlo en cuenta.