viernes, 18 de abril de 2014

Agentes infiltrados



El mayor éxito de la propaganda alemana nazi no estuvo en el  despliegue de medios que realizó para hacer llegar su discurso a la población, sino en cómo logró que sus mensajes se repitieran de boca en boca en los tajos, entre el pueblo.

Manipular es relativamente fácil. Nuestro cerebro está más preparado para creerse lo negativo, lo que llama la atención, que lo vulgar  y corriente. Cuando se socializa un mensaje pasa a ser verdad por el simple hecho de estar extendido. Si usted mezcla una evidencia incuestionable con una mentira, ésta se tiñe de cierto halo de verosimilitud. Es un mecanismo de asociación conocido en psicología desde hace muchísimo tiempo. No sólo con conceptos o ideas, también podría, por ejemplo, cargar de connotaciones negativas una determinada palabra y utilizarla luego asociada a cualquier otro elemento neutro. Por ejemplo, qué le viene a usted a la cabeza cuando escucha la palabra "régimen". No me extraña que piense en algún país latinoamericano, aunque sea una democracia. Prueba a introducir en Google el nombre de un país seguido de la palabra "régimen" y verá el efecto. Pocos lectores u oyentes se tomarán el esfuerzo adicional que supone buscar información alternativa para formarse una opinión más contrastada.

El uso del lenguaje es pues esencial, pero la difusión del mismo es desigual. Para que gane crédito y se convierta en hegemónico, el discurso necesita de agentes, agentes infiltrados, de nosotros mismos, para más señas.

Aunque  la globalización ha traído la posibilidad de socializar discursos alternativos,  sin embargo, en buena medida, en los aspectos esenciales, nos hemos convertidos en difusores de las ideas que el mismo sistema intenta introducir en el imaginario colectivo. Como en aquella Alemania, nosotros también difundimos acríticamente  los mensajes, algunos aparentemente inocentes, otros movidos por un clima de indignación que nos hace aporrear en el lugar equivocado. Hay que tener en cuenta, como antes, que en nuestra voz cobra un sentido mayor porque no se nos presupone ninguna intención oculta.

Voy a poner algunos ejemplos simples al respecto:

1. El "ombliguismo". Llamo así a esta tendencia creciente de la autoexploración como mecanismo para encontrar la  felicidad.  El planteamiento básico es: Si usted no es más feliz es porque hay algo dentro de usted que no va bien, en cuanto lo descubra disfrutará de una vida plena y los males se relativizarán y la happy hour será eterna. ¿Cuánto hay que pagar?

Si usted tuviera un afán investigador podría comprobar cuantos mensajes de Facebook van en esta dirección, a cuantos de ellos les ha dado al "Me gusta", y cuantos ha compartido. Aunque si es un fan del club de la psicología positiva y el buenrollismo y el mirapadentrodeti o similares, puede incluso que los busque para difundirlos. Le pondré un ejemplo simple:

"La felicidad está dentro de uno, no al lado de alguien", Lennon.

Quién le pondría una pega a esta frase. Depender emocionalmente de los demás puede ser insano, -cierto-, pero la felicidad no está dentro de uno, aislado de los demás.

Si usted escribe en Google "pensamiento" la palabra siguiente no será "crítico", sino "positivo".

2. "Todos son iguales". Este discurso es una simplificación tan absurda que cuesta trabajo, desde un punto de vista racional, pensar que se va a colar sin filtro en tantas cabezas.

Mientras que a las personas que luchan diariamente, pensar de esta manera no va a menoscabar su esfuerzo por la justicia, a la mayor parte de la población, participar de este mensaje acarreará un desprecio por la política, no un mayor grado de implicación. Del "todos son iguales", no se concluye, "así que me voy a organizar para que haymos al menos algunos honrandos", sino, "¡Que les den!".

No, no todos son iguales. Conozco a muchas personas que trabajan sin sueldo por mejorar las cosas, que hacen política diariamente en sus centros de trabajo y en la calle, que militan porque han elegido organizarse en lugar de protestar aisladamente y que posiblemente ganen pocas batallas a lo largo de su vida. Aunque sólo fuera por ellas ya no utilizaría ese discurso interesado. Luego están otros, claro, esos que cuando están dentro nos la juegan y cuando están fuera copian el mensaje de indignación. Recuerdo, por ejemplo, que en una de las últimas huelgas generales iba cerca de un antiguo y conocido dirigente de una de estas fuerzas cambiantes. Cuando pasábamos por "El Corte Inglés", el buen señor se dio cuenta de que estaba abierta y se fue hacia allí. Yo al principio pensé que la iba a liar parda o así, pero no, se limitó a entrar a  comprar algo. Al rato lo vi salir por la otra puerta e incorporarse a la manifestación con su bolsa en la mano, tan pancho. Seguramente por la falta de costumbre.

3. No hay nada que hacer.

Bertold Brech añadía a la frase de los sofistas: "Sólo sé que no sé nada", que se les había olvidado indicar que es que "no habrían estudiado nada". Seguramente si usted asume que no se puede hacer nada es porque es infinitamente más cómodo de asumir que lo contrario, porque como decía Wilde: "Lo malo del socialismo es que te quita muchas tardes libres". Igual sigue pensando que esto se arregla votando a otros o no votando, pero me temo que no.

Aquí nuestra labor de agentes infiltrados es esencial, pero esta es posiblemente la que nos cueste menos trabajo de todas, porque lo contrario nos produciría una desazón profunda, un conflicto entre lo que decimos y lo que hacemos. Estamos deseando que el sempiterno cuento de los brotes verdes cuele al fin.

Hay mucho por hacer. Puede ver algunos de los videos de Annie Leonard para darse cuenta, si es que le parece bien dejar un mundo mejor que el que se encontró,  (https://www.youtube.com/watch?v=mUMESPBJlQo), pero al menos, la próxima vez que le toque hablar, o reproducir, o comentar o compartir, piénselo y si lo hace, añada una nota crítica, que al menos la distribución haga pensar.