jueves, 28 de noviembre de 2013

Esa dolorosa y persistente compañía


El peso del pasado es un tema recurrente en las consultas. Situaciones que no se resolvieron adecuadamente, actos que provocaron sentimientos de culpa, pérdidas inesperadas, rupturas conflictivas, abusos, comportamientos inexplicables a la luz del presente,..

Habitualmente, son recuerdos que de alguna manera nos  quedaron marcados provocando algún cambio significativo en nuestras vidas, pero que han podido diluirse en el transcurso del tiempo sin inducir aquel caudal de emociones que en su día provocaron. Cuando no es así, cuando siguen teniendo un peso significativo en nuestra vida diaria,  tenemos que abordarlos desde otra perspectiva, procede entonces trabajar hacia una adecuada reelaboración de esas experiencias. El caso más dramático lo observamos en aquellas personas que sufren "estrés postraumático", un trastorno en el que la persona  revive con todo lujo de detalles, involuntariamente, episodios terribles que sufrió en un momento de su vida,sintiéndose atrapada por esos pensamientos e imágenes invasivas, vívidas y angustiosas.

Pero quiero referirme hoy a otro tipo de recuerdos, importantes para cada uno de nosotros, pero que no llegan a las consultas, que nos las contamos los amigos en los bares con una cerveza de por medio, o en una conversación que ha ido derivando hacia la nostalgia. Pondré dos ejemplos personales, ambos mal resueltos en su día y que tuvieron cierto peso en mi vida posterior.


Un día, hace ya muchos años, recibí una llamada de teléfono de la que tan sólo recuerdo la siguiente pregunta:

- ¿Eres feliz?

He olvidado el resto de la conversación. Incluso el detalle de lo que le dije . Sí recuerdo, en cambio, que me embarqué en la composición de un discurso que justificara una respuesta afirmativa.

Pasé mucho tiempo utilizando aquella frase como una herramienta de autoexploración. ¿Era feliz? ¿cómo podría saberlo realmente? Sólo con el paso de los meses, un día, sin saber bien por qué, enfoqué la llamada desde otra perspectiva. Entonces me di cuenta de que más que una pregunta, aquello había sido una respuesta. En ese instante se apoderó de mí  un terrible ataque de melancolía por la conversación que nunca tuve, por las incógnitas que se quedaron travestidas por aquel inútil monólogo.


Más lejos aún, en mi adolescencia, una tarde de verano, cumpliendo el encargo de avisar para la fiesta del viernes, -las fiestas de las eternas promesas-, llamé al timbre de la casa de una amiga. Me abrió sonriente, escuchó mi mensaje y acto seguido me lanzó una pregunta-oferta.

- ¿Quieres pasar?

Miré detrás de ella y adiviné que estaba sola y durante unos instantes entre terribles y maravillosos, en mi estómago se concentraron todas las certezas y todos los temores. ¿Se trataba de mí o de la casualidad de ser el que llamó a la puerta en aquel instante? Y entonces,  inexplicablemente, - al menos, inexplicablemente desde esta distancia-  contesté:

- No.

Ella se quedó inmóvil, como si esperara que aquello fuera sólo un farol pasajero. Pero yo, traicionando  todos mis sueños infantiles, me di media vuelta y me marché. Esa misma noche me emborraché con todo el blues que fui capaz de beber y que mis amigos fueron capaces de soportar, mientras me prometía que nunca, nunca más, volvería a decir "No" a nada, ni a nadie.

Las puertas que no crucé, las conversaciones que no tuve, las miradas que nunca se aclararon, los otros caminos que quedaron relegados por elecciones de sus opuestos,.. aquellos que durante mucho tiempo fueron una dolorosa y persistente compañía, hoy aún se asoman y se entremeten sin permiso en mis ensoñaciones. Ya no acudo al blues para olvidar,  ahora las canciones tristes le sirven de fondo y yo los acojo gustoso y construyo para ellos otra historia y un final, el final adecuado, naturalmente.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

El crecimiento personal del pez koi


Mientras miraba los pececitos que hacían cola inútilmente en el estanque del Alcázar esperando la ración de migas habitual, una amiga se me acercó para aclararme que se trataba de carpas, más concretamente, de carpas japonesas, conocidas como koi.  Según me contó,  este pez se adapta al contexto en el que se le ubica, pudiendo cambiar considerablemente su tamaño en función de si la castigamos con  una vida contemplativa en la pecera del salón o de si no queremos fastidiar nuestro karma y la soltamos en el lago Titicaca. Su longitud puede variar, pues, desde varios centímetros en el cuenquecito de cristal,  hasta cerca de un metro contoneándose por las aguas peru-bolivianas.

No por novedoso, me resultó menos interesante este hallazgo metafórico: el contexto determina en gran medida nuestro crecimiento personal.

Mi amiga tuvo a bien enviarme por correo la referencia del libro  "Aplícate el cuento",  de Jaume Soler y M. Mercé Conangla, en el que hacen referencia a  la parábola del  "Entorno Óptimo": el tamaño del pez se relaciona directamente con el tamaño del recipiente en el que va a crecer. Por analogía, igualmente las personas necesitamos un espacio para crecer. Ya luego añaden que ese crecimiento depende no sólo  del espacio real, sino también de las oportunidades mentales, emocionales, espirituales,.. que decidamos darnos.

Aquel día contuve las ganas de darle un abrazo de agradecimiento a mi amiga y las de irme a un rincón a meditar sobre el asunto, pero esa noche me puse a pensar en la curiosa capacidad de los koi. Me acordé de  Zelig, el personaje de una película del mismo título de Woody Allen.


Zelig es un sujeto conocido en sociedad por sus capacidades camaleónicas. Como la carpa japonesa, se adapta perfectamente al contexto en el que se mueve, pudiendo mutar en rabino, con su kipá, su talit y sus barbas y largos mechones de pelo adornándole la cara, o bien en negro tocando en una banda de jazz de negros. Sin embargo, a diferencia de Zelig, los koi no se transforman para ser aceptados, pueden convivir con otras especies sin problema -salvo que sean más pequeñas, que entonces se las comen directamente-, ellos simplemente aprovechan las circunstancias para desarrollarse, para crecer.

Posiblemente, Zelig no sea un posmoderno, es más, seguro que se aleja bastante  del contexto actual; no creo que el miedo al rechazo sea ahora el eje de nuestro comportamiento, aunque pueda seguir presente entre muchos de nosotros. El  presente  se ve mejor reflejado en estos ciprínidos sociales, en ese afán por el crecimiento personal que tanto bien les está haciendo a los autores de libros de autoayuda, a los coach, a los monitores de reiki y similares. Es un mercado derivado de ese otro mercado, el de la insatisfacción permanente, tan necesario para que sigamos siendo consumidores compulsivos y que consigue que asimilemos que el bienestar tiene que estar en algo que aún no poseemos o en eliminar todo atisbo de malestar.

Hace poco le pedí a un paciente con un amplio currículo en la búsqueda del crecimiento personal, que escribiera para la próxima cita qué creía que le faltaba para completar ese "crecimiento": nada de lo que trajo tenía que ver con lo que estaba haciendo.

Es como si el proyecto de vida pudiera resumirse en la palabra: "Yo", y claro, esa una tarea propia de Sísifo, interminable y frustrante.

Habríamos avanzado poco como sociedad si todos hubiéramos elegido el onanismo como estrategia de superación. El crecimiento personal, como meta absoluta, nos deja bastante indefensos como grupo. Las personas que nos movemos en entornos sociales de compromiso vemos con claridad que es ahí, en ese compartir, en el que verdaderamente se produce el enriquecimiento mutuo, el que nos permite encontrar trascendencia a nuestras vidas. Es cuando encontramos al "otro", cuando verdaderamente acabamos hallándonos a nosotros mismos.

La próxima vez intente apuntarse a un taller de crecimiento colectivo, son gratuitos  y están disponibles en todos los barrios y ciudades. Luego me cuenta la experiencia.