miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cómo alcanzar la felicidad




Ya lo anticipé hace justamente ahora un año, la base de la felicidad es la ilusión. Ahora bien, si su ilusión es tan desaforada como la mía, seguramente sufrirá ciertos daños colaterales.

Un día cualquiera del siglo pasado.

Tras mirar la radiografía al trasluz, el médico me señala extrañado un nudo (él dice que es un nudo). “Es la primera vez que veo un colon anudado”. Contengo las ganas de hacer un chiste malo y mi mente busca una explicación, mientras él extiende las recetas que se supone deben contrarrestar la conflictiva compostura de mi tripa. Cuando me ilusiona algo doy un salto de alegría y el colon da otro por su cuenta. Yo vuelvo a poner los pies en el único sitio posible, la tierra. El colon ascendente, en cambio, gira en el aire y se enreda a su vuelta a casa con el descendente, que estaba en otras tareas. Eso, una y otra vez. Podría haber cambiado de órgano diana para celebrar las fiestas. No sé, otro más estable, con menos capacidad de movimiento. Pero, que le voy a hacer, la costumbre es la costumbre.

De vueltas a finales de 2010

No quiero que contenga todo lo ilusionante que puede ser fantasear con grandes cambios positivos en el año venidero. Es lo que procede. Seguramente durante el presente año le habrán pasado cosas malas, pero habrán sido muchas más los desastres que intuyó y que luego no se cumplieron.

Entre enterrar a mi colon por imaginar lo que me iba a deparar la lectura de “Una habitación de invitados” (cómo envidio a los que aún no la han leído), o certificar su defunción por agorero, siempre elegiré la primera.

Centrémonos un poco

Me parece que escribir esto bajo los efectos del champán no está siendo muy fructífero, pero como tampoco me estoy enterando no creo que importe.

Imagino que habrá llegado hasta aquí para ver cuál es el truco para alcanzar la felicidad. Bien. Los capítulos 1 y 2 están en las entradas citadas de los años 2008 y 2009. Este es el tercero y definitivo. Si completa la colección habrá construido finalmente el puente. Aquí tiene mis diez tareas preferidas para cumplir lo prometido:

Tarea 1: Volver a los siete años.

Cierre los ojos. Imagine que es su cumpleaños y que ha pedido un deseo. Imagine que se lo han concedido. Quédese un rato largo disfrutando de su “regalo”.


Tarea 2: La felicidad está muy cerca, tóquela

Échese hacia atrás. Mire a su alrededor. Anote en un papel su nivel actual de felicidad, de 0 = peor que nunca, a 10 = máxima felicidad. Haga algo que esté a su alcance para aumentar dos puntos lo anotado. No tiene por qué ser real, puede imaginarlo.

Tarea 3: Boomerang

Escriba en el procesador de texto, Word o el que utilice: “Me ha encantado esta entrada. Un beso”. Copie lo escrito (Control +C). Entre en veinte blogs y pegue el texto.
Alternativa para los que no tienen blog (aunque los puede sumar para que el efecto sea más potente): Llame a un número importante de amigos y dígales, simplemente, que tenía ganas de saludarlos.
Si tiene pocos amigos en la agenda, pásese por la consulta.

Tarea 4: Contagio

Haga una lista, puede preguntar a otros también, con las diez canciones que, en cuanto comienzan a sonar, uno no puede evitar salir a la pista a bailar. Luego reúnalas y quémelas en un cd. Regálelo para Reyes a todo el mundo (incluido a mí, ya me las arreglaré con mi colon saltarín)

Tarea 5: Contacto físico

Lo más moderno para la felicidad es lo más antiguo en nuestra estructura cerebral. Toque y déjese tocar.

Tarea 6: Trátese como a su mejor amigo

Tenga siempre como referencia ser, al menos, tan bueno y condescendiente con usted, como lo es con sus mejores amigos.

Tarea 7: Una piedra en el camino

La habilidad que más le va a alejar de las consultas de psicología tiene que ver con ser capaz de poner una piedra en el camino. Para que pueda utilizar la razón como soporte de sus actos, necesita interrumpir el caudal de emociones durante el tiempo suficiente como para que la torre de control tome el mando. Trabaje en ello y hará que me dedique definitivamente a la cocina.

Tarea 8: Fahrenheit 451

Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel de los libros (y una peli de Truffaut). Atrévase a quemar todos los libros de autoayuda que le instan a buscar el equilibrio. La homeostasis se parece más a la muerte que a la felicidad. Vivir es desequilibrio, ya sabe: robar un beso o un Boli en El Corte Inglés, levantarse de madrugada en cama ajena, su tripa haciendo malabares, … Atrévase.

Tarea 9: Compromiso

No pase por aquí sin fu, ni fa. Agárrese a mi brazo y cambiemos algo.

Tarea 10: Historiasymentes

Leer asiduamente este blog no lo hará más feliz en 2011, pero a mí sí. Y ya sabe, en el top ten de la felicidad, la máxima puntuación la obtiene hacer feliz a otro. Me encantará ser su objeto-diana.

Feliz, hip (pedrón, quiero decir, perdón) 2011.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Pensamientos obsesivos




Los pensamientos fluyen en nuestra cabeza. Entran y salen por una puerta giratoria. Se asoman al hall del hotel y casi nunca consiguen atraer la atención del recepcionista. La CPU que corona nuestros hombros es potente, pero no tanto como para dejar un hueco a cada uno de esos anónimos solicitantes de hospedaje. Si quieren quedarse han de venir de la mano de alguna emoción, ellos, por sí solos, no son más que pensamientos vulgares.

Si alguien llega a una oficina de la administración pública gritando, tenga a buen seguro que el resto de usuarios desaparecerán del escenario de la atención. Imagine que usted es un empleado de esa oficina que cumple diligentemente con su tarea, pero escucha gritar a una persona, ahí, en medio de la cola:

- ¡¡Cómo no me atiendan YA, me cargo a todo el que coja!!.

Usted me llama al móvil y me dice:

-Quiero que desaparezca ese señor, no puedo concentrarme en otra cosa, porque… ¿y si le da por matarme a mí?.

Es lógico asustarse.

Cuando a su hotel sin reserva de derecho de admisión llegan pensamientos de este tipo, tan vehementes y amenazantes, probablemente no pueda apartar su vista de él. Le ofrecerá, primero por las buenas, una habitación alejada para que no de la lata, pero no, el muy… quiere la principal y que no paren de traerle cosas. Todo el servicio, que antes se ocupaba de tareas diversas, está ahora pendiente de sus peticiones. Le angustia tanto lo que siente que decide quedarse en su casita, tentado, una y otra vez, de pulsar el botón rojo de urgencias, y que aparezca Mr Megaserotoninen, por ejemplo. Cuanto más intenta controlar al intruso, más se acercan sus temblorosos dedos al botón rojo.

Va por la calle y ve un Ford fiesta rojo pasión. En su mente aparece: “Ford fiesta rojo”, pero se diluye bajo el peso de, “caca de perro a estribor”. Sin embargo, cuando su pareja, la del Ford fiesta rojo pasión, le dijo: “Ahí te quedas, guapo”, todos los coches se han vuelto rojos, Ford o pasión, incluso las cacas de perro tienen cierto tono rojizo” La abstracción selectiva llega a ser agobiante y al final, entre la alternativa del botón rojo y la de la consulta de Walden, acaba en la segunda.

- Sé que no puedo conseguir que desaparezcan todos los Ford rojos de la ciudad (es un ser racional, después de todo), pero sí de mi cabeza, ¿dígame cómo?
Yo gasto poco tiempo intentando expulsar del paraíso a los ford. Ya de esos infructuosos intentos se han encargado ellos y sus familiares. No tendría más éxito que mis antecesores en el intento. Mi tarea consiste en convencer de que hay que cambiar el foco de atención hacia el acompañante: no es el recuerdo de la cara de su pareja diciéndole: "Se acabó lo nuestro", sino lo que siente al recordarlo, lo que atornilla la angustia y le da visos de invencibilidad.
- Vale, vale, pero... ¿cómo puedo quitarme estos pensamientos de mi cabeza?

jueves, 2 de diciembre de 2010

TODO LO INTENSO ES DEFINITIVO





- Me acaban de llamar de casa, mi capitán. Mi padre está bastante mal.
- Cuánto lo siento hijo, ahora mismo te firmo un permiso, pero a esta hora, ¿hay algún tren o autobús para tu tierra?
- No se preocupe, tengo quién me lleve.

Diez minutos antes de contarle aquella mentira al bondadoso capitán de ingenieros con el que trabajaba de 9 a 14, iba corriendo por el pasillo hacia su despacho con el corazón dando tumbos entre mis temblorosas manos. Y mirando un poco más atrás, sentado en la sala de estar, con el pijama ya puesto, hablaba por teléfono con ella, a 500 km de distancia. Conforme la escuchaba el corazón se me iba desplazando hacia un lugar más habitable. Colgué, pegué un salto y me puse el uniforme de “bonito” de soldado raso, en plan Supermán en esa cabina de teléfono que siempre tiene tan a mano, e inmediatamente después volaba por el pasillo ideando una excusa completamente irrefutable.

La certeza de que si no la veía inmediatamente, esa misma noche, no llegaría vivo al día siguiente, era tan aplastante que los obstáculos se caían antes de aparecer. Los kilómetros, la falta de trenes y autobuses, de coches o de alguien dispuesto a dejármelo, la noche en ciernes, el posible asesino de autoestopistas abandonados en las cunetas, los aullidos del campo que me metían la cabeza entre las sábanas en mi infancia,… nada, ni siquiera mi preclaro compañero de litera, con su razonamiento epicúreo fueron capaces de detenerme.

- No podré vivir si él - me dice la paciente, como me han dicho tantos y tantas otras antes en esa misma silla. “No podré soportarlo”.

Cada vez que llega un paciente a punto de ahogarse en su negro futuro anticipado, me devuelve a aquel chico exánime con el dedo extendido por las carreteras de Despeñaperros. Entiendo lo que siente y comprendo que si lo que nota en su interior es tan intenso es porque es infalible, cierto y definitivo. Luego me toca matizar: Le aseguro que usted podrá seguir viviendo sin él, que un día incluso, es posible, que se alegre o que, simplemente, lo vea todo lejano y absurdo. Ahora bien, le va a resultar mucho más difícil permanecer mucho rato manteniendo esa intensidad (bueno, también esperaba eso los otros días, viendo al Barcelona) emocional. ¿Qué le parece si antes de tirarse a la carretera en su búsqueda le enseño a tranquilizarse un poco?

Una pena que aquel capitán, - capitán, oh, mi capitán- se dejara seducir por el dolor imaginado en el triste muchacho que lo abordaba cuando estaba antes de marcharse a casa. Cualquier sargento al uso me habría puesto a hacer flexiones delante de él. Qué revelador habría sido.