jueves, 25 de junio de 2009

Los sordos amables



Una de las historias que más me han sorprendido siempre son los secretos familiares y su fuerza normativa o desestructurante. Normalmente se trata de algo que no puede ser contado en el contexto cultural del que proviene esa familia, no necesariamente en el que se encuentra actualmente. Favorece alianzas, expulsiones, apegos, fobias, trastornos y rumiaciones para los tiempos de ocio mental,.. En ocasiones provocan rupturas o encuentros, otras ayudan a sostener en equilibrio al grupo que no imagina la existencia más allá de esos límites.




El domingo, cuando volvía de la playa, una persona de mi pueblo a la que no conozco me llamó por teléfono para comunicarme la muerte de mi tío José (uno de los tres que quedaban vivos). Mi tío José era sordo, al igual que otros muchos en esta familia y en ese pueblo. Cuando era pequeño estuve contando a todos los sordos que conocía o de los que me hablaba mi padre y llegué a pensar que un día, una explosión había ocasionado aquel desaguisado coclear colectivo. No sé, también los pueblos tendrán secretos.

Cuando me dirigía al día siguiente al entierro iba pensando que ya era hora de resolver uno de los dos secretos familiares de los que soy agente pasivo. Las personas que pueden aclararme las cosas son muy mayores, no se puede demorar mucho la resolución.

Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años. Estaba a punto de hacerme psicoanalista pensando que no tenía ningún recuerdo de esa etapa por algún cuadro represivo utilizado como mecanismo de defensa, cuando descubrí que hasta esa edad prácticamente no se tienen aún recuerdos formados para la posteridad. La cosa podría haber quedado ahí, en esa constatación científica, pero cuando nos vinimos a la capital y tuvimos por fin casa propia, mi padre me colocó la foto de mi madre justo enfrente de la cama. Antes de dormirme y al despertarme lo primero que veía era la mirada adusta de mi madre. La veía allí enfrente, mirándome seria. Se ve que antes el fotógrafo nunca te pedía que sonrieras y las personas salían siempre serias y con cara de estar perdiendo el tiempo.

Antes de dormir fantaseaba a veces con mi infancia ignorada. Construía trozos que completaran aquel vacío histórico y emocional: iba a una guardería (miga, la llamábamos entonces), tiraba piedras a un gran pozo que me devolvía mi nombre en forma de ondas y cruzaba corriendo una explanada al final de la cual se encontraba un molino, moliendo trigo imaginario.

Conforme empecé a ver películas de Woody Allen me iba haciendo más hipocondríaco, y eso me empujaba a asociar los síntomas con alguna herencia genética que confirmara el origen de mi padecimiento certero.
En uno de aquellos viajes que hacíamos cada año al pueblo por la fecha de "Todos los Santos" con Ángel, el taxista, empecé a preguntarme de qué había muerto mi madre. Íbamos siempre mi padre, mi nueva madre y yo. Nadie nunca me había dicho nada al respecto y a la sazón tenía ya ocho años. Al llegar al pueblo mi abuela –tía Elena, era su apodo-, vestida de un negro riguroso y eterno me recibía siempre llorando y con un bizcocho decorado con bolitas de colores. Luego comenzaba la ruta de los familiares (yo la llamaba la ruta de los sordos amables).
Camino de regreso tomé valor y le pregunté a mi padre.

- Papá, ¿de qué murió mamá?
- ¿Mamá…? De una cosa… de una cosa mala… En esta tierra nunca podrá sembrarse nada –dijo luego, desviando la mirada al campo en el que ahora se pierden en la vista extensiones de naranjos con tubito negro salpicando agua programada a sus pies.

“Una cosa mala”. ¿Puede alguien morir de una cosa buena?.

La misma escena, tres años más tarde. La visita al pueblo siempre refrescaba la curiosidad.

- Papá, mamá murió de una “cosa mala”, pero ¿en qué parte del cuerpo estaba la “cosa mala”?
- Ángel, ¿tú crees que aquí crecerá alguna vez algo que no sean estas jaras?
- Imposible, ya lo decía mi abuelo.

El lunes, durante el entierro, cuando estaba hablando con un primo, se me acercaron muchas personas. Por lo visto me parezco mucho a mi madre o mucho a mi padre o a ambos.
- Tú eres hijo de…

Una de esas personas, un hombre enjuto y algo sordo, muy mayor, me dijo visiblemente emocionado que era el vivo retrato de mi madre y que él me había tenido entre sus brazos muchas veces en mi infancia y que había sido amigo y vecino de mi madre, y...
Le pedí su nombre.

- Ah, Manuel, le puedo hacer una pregunta
- ¿Cómo dices hijo?
- ¡UNA P-R-E-G-U-N-T-AAA!
- Claro, hijo, dime.
- ¿DE QUÉ MURIÓ MI MADRE?
- La pobrecita… de una cosa mala.

Vale, pensé, a ver si hay suerte.

- Ya sé que murió de cáncer, Manuel, pero ¿de qué tipo? - le pregunté muy bajito pero vocalizando mucho, como había aprendido durante mi infancia.
- De aquí –dijo, golpeándose el pecho con la mano abierta- ¿Has visto los naranjos que tenemos en el campo?

Los naranjos crecieron finalmente en esta tierra estéril. Los sordos siguen siendo extremadamente amables y cariñosos. De lo que se debe o no hablar, sigue quedando inquebrantablemente claro.

martes, 16 de junio de 2009

250 g de amor incondicional




La niña se acercó corriendo al padre, blandiendo exultante la hoja del examen con el notable alto señalado con un rotulador rojo alegría. El padre la pilló al vuelo. Miró la nota y con media sonrisa y un tono de decepción le dijo a su hija:



- ¡Muy bien, cariño!. Qué pena que no hubieras estudiado un poco más, seguro que habrías sacado un 10.

Y aquel sutil, invisible desencanto frena los brincos de manera inexplicable. Su padre le dice "muy bien", pero ella se siente "muy mal". ¿Cómo tendría que sentirse? ¿A qué parte del mensaje debería atender?



Sabemos por amplios estudios interculturales que todos los seres humanos, durante su infancia, para crecer sanos emocionalmente necesitan un kilo de amor incondicional. Si no es así se pasarán el resto de su vida buscando lo que les falta.





- ¿Y qué la trae por aquí?


- No lo sé muy bien. Me siento ... vacía. Nunca estoy contenta con nada del todo. La gente me consuela, me da consejos,.. Pero... parece que me falte algo.





El niño o la niña crecen pero están como incompletos. Tienen todas sus cositas: los dos brazos, las piernas, los deditos,.. Pero les falta algo. Cuando se miran al espejo se ven completitos, pero no es así como se sienten. Pasan a tu lado buscando el "10", intentando resarcirse de aquel notable alto que su padre certificó como un suspenso.

Sus amigos, e incluso sus conocidos, están encantados con ellos. No sólo te dejan el coche, te lo prestan con el depósito lleno. Te apetece darle cariño a raudales. A otros, quizás, invitarlos a una sesión de BDSM. Pero no hay forma, cualquier contrariedad hará saltar las alarmas y la señora tristeza aparecerá de nuevo en sus ojos.

El señor Millon tiene algún nombre para todo esto, pero yo estoy seguro que antes, en la mitología griega, este castigo divino tiene que estar catalogado, probablemente, en el sector de escarmientos ejemplares, apartado Sísifo: condenado a un esfuerzo estéril durante toda la eternidad.

Va a la frutería y pide un cuarto kilo de uva, pero ¿dónde compra 250 g de amor incondicional de papá?.

viernes, 12 de junio de 2009

La técnica del teléfono


Sara ha pasado un bache. Ahora parece que comienza a remontar de nuevo. Esto me ha llevado a reflexionar sobre las recaídas.



Muchas personas se sorprenden cuando recaen en situaciones similares a las que pasaron tiempo atrás. No establecen la misma relación que podrían hacer, por ejemplo, con la gripe. Sabemos qué medidas hemos de tomar para evitar contagiarnos, pero aún así no podemos controlar todos los factores. No conozco a nadie que por haber cogido una gripe años después de aquella otra, se tiren de los pelos. La consecuencia sería que seguirían con su proceso gripal y con dolor adicional. Nos quejamos, eso sí. "¡Vaya, qué inoportuna, justo ahora que me iba de viaje!". Pero no hacemos valoraciones del tipo: "¡¡Siempre estaré con la gripe!!, ¡Nunca podré ser feliz!,.."


Cuando trato problemas de ansiedad trabajo cada vez más en la línea de la psicoterapia analítica funcional y sobre todo de la Terapia de Aceptación y Compromiso. Es importante hacer ver a la persona que "curarse" no significa que no va a experimentar nuncaaaa maaaás síntomas de ansiedad, sino en que va a ser capaz de tolerarlos y en cualquier caso, actuar para modificar los posibles factores que hacen que esa persona sufra esas experiencias. La ansiedad es sólo el resultado. Indica que el cuerpo está sano como una pera y que cuando percibe una señal de peligro se activa ipso facto.


Sara no se lo ha tomado así. Le está costando volver a hacer todo aquello que le sirvió aquella vez. Sigue siendo resistente a la exigencia y marca su propio ritmo. Pero se va acercando. Por cada paso que da te entran ganas de gritar ¡Vivaaa!, pero me contengo porque yo en la consulta soy muy contenido.


A veces le recuerdo la técnica del teléfono, que la heredé, si mal no recuerdo de un libro sobre Terapia Icónica:


- ¿Qué haces si llamas por teléfono y alguien, al otro lado, te dice: No, no soy Berlusconi, se ha equivocado?

- Volver a marcar, por supuesto.

- Ah, no se dice: "Soy lo peor de lo peor, cómo puedo equivocarme con una cosa tan simple, no merezco ni vivir"

- No, claro que no.


Pues eso.

jueves, 4 de junio de 2009

¿Por qué aparcó usted así? (2)


Los psicólogos –hasta donde sé- pasamos mucho menos tiempo del que se imaginan los demás analizando el comportamiento que tenemos delante de nuestras narices. Es una pura cuestión de higiene mental; desconectamos de ese rol. A veces, no obstante, sentado en la terraza de un bar, puedes hacer de psico-cotilla-adivinador e intentar intuir qué se esconde debajo de esas conductas rutinarias a pie de calle, justo a tu lado. Si a usted le apetece jugar un poco a ello y desdramatizar unos trastornos que realmente causan mucho dolor, le doy algunas pistas útiles.

Un primer paso consiste en observar la conducta, en este caso hemos elegido el aparcamiento, pero luego si verdaderamente quiere ganar puntos extras para su formación postgrado debería ir más allá. Le aconsejo que investigue las causas. La manera más fácil es preguntar. Pregunte directamente. Se trata de confirmar o desconfirmar su primera impresión, la hipótesis de partida. Se sorprenderá. Algunas personas establecen una relación causal tan descriptiva a preguntas simples que casi nos sobran los manuales de diagnóstico.




Estas podrían ser algunas de las respuestas a la encuesta:

Pregunta: ¿Por qué aparcó usted así?

Respuestas:

Narcisista: ¿No te ha parecido genial?
Histriónico: Era el sitio en el que había más gente mirando.
Obsesivo: ¿Así cómo? ¿Es que hay otra forma?
Dependiente: ¿He aparcado mal? ¿Crees que debería volver a intentarlo?
Paranoide: ¿Quién más me está espiando aparte de usted?
Evitativo: ¿Cómo...? No... yo no tengo coche, ha debido ser un error...
Esquizotípico: Son instrucciones de la nave nodriza.
Límite: ¡No puedo soportar aparcar en esta zona, estaba estresado, vi el coche de mi ex.., y no pude evitar el porrazo,.. no puedo controlarme!
Pasivo-agresivo: ¿Lo dice por ocupar tres plazas? ¡Que se jodan los ricachones de la zona!