miércoles, 6 de mayo de 2009

¿Hacer o sufrir?: la sartén voladora



Historias. Nos traen historias a la consulta. Nosotros devolvemos otras historias. Hacemos tortillas y sofritos con las narraciones. Yo además, las dibujo.

Hay, por ejemplo, un patrón de historias basado en situaciones inescapables, situaciones sin solución más allá de la aceptación de lo inevitable. Hace unos días, tanto dentro como fuera de la consulta me contaban el sufrimiento con que vivían algunas de ellas.





Usted tiene su proyecto de vida, imagina un paso y el siguiente. Cuenta con sus fuerzas y confía en ellas y en las de su compañero o compañera para llevar adelante lo imaginado. Pero algo inesperado sucede. No entraba en el guión, o al menos no entraba tan pronto o con esa magnitud. Un familiar enferma o sufre un accidente. Es un familiar muy cercano, aunque puede no depender completamente de usted. No importa; tiene que implicarse. Tiene que prescindir de un tiempo para ocuparse y desgraciadamente también comienza a dedicar tiempo a preocuparse.





La situación se va prolongando, empeora, las personas que están alrededor, sus hermanos, sus padres, los otros, en suma, que comparten con usted la responsabilidad comienzan a tener comportamientos extraños, una especie de "sálvese quien pueda". Se produce entonces una sobrecarga del que aguanta al pie del cañón. Le asaltan pensamientos en los que no se reconoce acerca de su familiar enfermo y también del resto de la familia. En esta espiral comienza a tener dificultades para distinguir entre hacer o sufrir. Puede estar lavando a su familiar y sufriendo al mismo tiempo. Es más, estará en su cama, lejos de su familiar y seguirá sufriendo, buscando la forma de escapar, de salir, pensando en lo que va a durar, en si será capaz de resistir, sintiéndose culpable, resentida con otros comportamientos, se mostrará tensa con sus otros familiares, triste, sus conversaciones girarán una y otra vez en torno a esto y eso agotará a los otrora dispuestos a apoyar y creará más tensión. Sus momentos de ocio nunca estarán libres del todo, sino teñidos de ese pozo de amargura.





Recuerdo un día mirando por el patio interior de mi antigua casa, en la que vivía con mis padres. Veía incrédulo bajar desde mi cocina del sexto piso aquella sartén San Ignacio llena de aceite sin freír entre los tendederos con ropa impoluta. Un segundo antes la acababa de arrojar en un momento de desesperación. El ruido que hizo al llegar al suelo no fue nada comparado con el de los vecinos vociferando en el patio. Nunca he vuelto a gastar tanto dinero en sábanas y otras prendas que jamás utilicé para mí. Aquel episodio me hizo reflexionar. Fue como tocar fondo.





Reconozco ese dolor y esa desesperación cuando la oigo en otras historias.





Tras aquel episodio decidí cambiar la forma en que me estaba enfrentando a la situación. Cargué una mochila -una mochila verde que siempre tenía colgada en el recibidor de la casa para poder echar mano de ella cuando saliera corriendo a urgencias-. Metí en ella las cosas necesarias para irme durante una temporada a una isla desierta. Cosas con las que poder hacer soportable las esperas, aquellas largas esperas en las que me dedicaba a rumiar mi mala suerte y a mirar a través de las ventanas cómo los demás iban cargados con sus sombrillas a la playa, a la fiesta o simplemente, de paseo, como aquella escena en la que Woody Allen contemplaba con envidia el tren de enfrente, en el que la gente brinda y festeja en una fiesta permanente, mientras a su alrededor todo parece un velatorio.





Pasé varios años estudiando a fondo la enfermedad y otros trastornos de los mayores, cómo manejar los cuidados para la familia, organizamos buenas Jornadas entre el Colegio de Psicología y la incipiente Asociación de Familiares,.. Todo ello daba sentido a lo que me estaba ocurriendo, lo utilicé para canalizar el tiempo y el esfuerzo, para huir de alguna manera del sufrimiento estéril y entregarme a la causa del hacer.





Historias. Un refrito de historias en aquella sartén abollada en la que se deslizaban los alimentos con el aceite necesario para manchar a cada una de las prendas que osaron entrometerse en su caída.






"Es de noche, el sol ha desaparecido y la luna irradia su brillo de plata ..."

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha hecho gracia leer lo de la sartén. Cuando te escuché todo esto al llegar a casa sólo recordaba lo de la sartén llenando las sábanas. Yo no había llegado a tanto pero seguramente estaba a punto de perder los papeles. Miré los dibujos y tenías puesto uno en el que aparecía un monigote con trenzas haciendo una cosa y llorando, y luego haciendo la misma cosa sin llorar. Esa imagen me ayudó bastante. Hoy ya sabes que todo aquello pasó también para mí y que al menos sobreviví. Gracias Juan y un abrazo.
Carmen.